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Bienvenido a la versión simplificada del proyecto Tono-G, un espacio de producción y experimentación con el lenguaje que no ambiciona hacer literatura sino algo mucho más elemental: generar texto. Se trata de un afiche lleno de ideas, palabras e imágenes que te invita a pensar y a ver más allá de la inmanencia de las cosas. Este es mi espacio de collage en el que me propongo hallar el tono de las cosas, mi tono de las cosas. Los invito a acompañarme en esta búsqueda. ¡Comencemos nuestro recorrido!

Friday, October 7, 2011

Äpfel

Die Geschichte über das Gift Apfel und der Schlange Gift



Und die Schlange war listiger denn alle Tiere auf dem Felde, die Gott derHERR gemacht hatte, und sprach zu dem Weibe: Ja, sollte Gott gesagt haben: Ihrsollt nicht essen von den Früchten der Bäume im Garten?
1 Mose 3:1


Aprovechando esta tarde lluviosame he dispuesto a revisar en mi memoria una serie de eventos que habían quedadosepultados por el paso del tiempo en lo profundo de mi mente. He querido sacarlosa flote porque los recuerdos de la primera juventud son siempre la narración deun aprendizaje acerca del mundo y suelen servir, la más de las veces, comoclave para ordenar y revisar el presente de la vida de uno. Decido desnudarfrente a mis lectores los secretos más guardados de mi esencia, desnudarme enesta letra a los ojos de mis amigos y de mis detractores, con fe de que nadiehabrá de burlarse de mi historia. Después de todo, ¿quién no ha cometido actosde los que se avergüenza? ¿Quién no ha errado el camino alguna vez? ¿Quiénpuede decir que jamás ha cedido a ciertas tentaciones?
Mi padre siempre fue un hombresolitario, avocado a múltiples oficios. Disfrutaba mucho del trabajo con lasmanos y, si bien su preferencia había estado puesta siempre en la orfebrería,últimamente había descubierto el maravilloso arte de la jardinería,entretenimiento que ocupaba mañanas y tardes por igual.  Yo jamás he podido ser tan habilidoso comoél. Sé en lo profundo que a él le hubiera gustado que al menos fuera carpintero,como mi hermano. Pero bien, en aquellos tiempos de mi juventud aún podía darmeel lujo de no explotar mis talentos y tener, aún así, una vida digna y llena deconfort.
Caminando una tarde por el jardínmás hermoso que hubiera moldeado mi padre, como en aquellas tantas otras tardesen que me hacía el tiempo para alejarme del ajetreo de la vorágine salvaje querige nuestra vida cotidiana, descubrí entre mi fresno favorito y el álamo másanciano, en el preciso lugar en donde solía haber un majestuoso árbol hastacuyo nombre se me acababa de perder, un sendero en el que nunca había reparado.Era uno de esos caminos estrechos que se marcan en la tierra de manera tímidapor el paso frecuente de algún animal silvestre que oficia de ingeniero civil ydiseña nuevas vías de circulación.  Setrataba, a la vez, de una visión tan apacible como si se verdaderamente setratara del descubrimiento de lo obvio, de aquello que siempre había estado yque siempre estaría allí ¿dónde más sino?
Ese vértigo de eternidad que serpenteabaentre aquellos árboles casi logra que el corazón se me salga de la emoción;después de todo, había pasado toda mi vida recorriendo ese jardín y nunca nadahabía cambiado. Mi Padre fue siempre una persona creativa y dinámica, pero poralgún motivo una vez que obraba su arte sus manos no volvían a introducirmodificaciones en lo creado. Muchas veces supe interrogarlo sobre esto en mijuventud (y es que se trataba de quizá  de uno de esos asuntos que sólo se comprendencabalmente cuando la experiencia ha hecho que uno deviniera en la madurez de lavida). Él, con esa infinita paciencia que lo caracterizaba, solía sentarse a milado y repetir con esa voz musical que suspendía la angustia y el miedo quesiempre me ha generado el no lograr comprender algo, a la vez que se disponía adisipar mis dudas diciendo: “Todo lo que me has visto hacer, hecho esta. Misobras son acabadas. Mis obras poseen vida” Él no se animaría jamás a cometer eltan abominable acto que trastoca la esencia misma del arte: las correcciones. Paraél, todo cuanto debía ser pulido ya había estado presente en la gestación, demodo que ahora ya no le correspondía disponer de aquello que siendo muy partede su interior había ganado independencia respecto de sí en el exterior. Sólo podríamantener lo que hecho para evitar que se viniera abajo por la corrosión deltiempo. A todo esto solía agregar en un tono mezcla de orgullo y melancolía: “Sólopuedo cuidar y respetar las mutaciones que el paisaje mismo decida” Pero, claroestá, yo no entendía muy bien a qué se refería con eso de “las mutaciones queel mismo paisaje decida” porque si acaso había algo que sabía con certeza eraque los paisajes no tenían poder de decisión y que, por lo demás, no solíancambiar. Claro me queda hoy, ahora que vuelvo a pensar en esto, que quizá miPadre estaba utilizando una metáfora para que entendiera algo inexplicable,ahorrándome la angustia de tener presente cuán irónico es el hecho de que unhombre quiera y pretenda abarcar en su mente lo inabarcable. 
Decía, entonces, que mi Padre jamásvolvía a tocar lo que su aguda vista había dado por bueno. Eso hacía que mispaseos por aquel jardín de ensueños tuviera mucho de rutinario. Por esa mismarazón, no pude resistir el impulso frenético con que mis piernas me llevaban arecorrer esa nueva beta del mundo que se abría ante mí.
Caminé horas y horas excitado poraquel camino que cada vez se hacía menos recto y más zigzagueante. Entre más meadentraba en el corazón de lo desconocido, más me maravillaba ver la cantidadde maravillosas especies de árboles, flores y animales que habitaban aquelespacio de fantasía. Tan increíble era todo el panorama que en más de unaocasión me vi tentado a creer que había sido presa de esa somnolencia estivalque se apodera de súbito del cuerpo de uno, montando en el caballo de laimaginación a esa mente dormida que sale a pasear. No era la primera vez que mepasaba eso; digo, confundir realidad con fantasía. Al decir verdad, era algoque me sucedía con frecuencia en aquel solitario jardín.
Llegó el momento en el que Febocomenzaba lentamente a emprender su retirada. Estaba seguro de que el cuidadorque mi Padre había apostado a la entrada de aquel patio estaría yadisponiéndose a cerrar los portones que protegían esa propiedad de curiososnocturnos. Debía abandonar mi aventura hallar la salida de aquel nuevo Edén.
En mi familia, como en cualquierotra, había temas de los que no se hablaban; mis primos eran uno de ellos.Ellos, al igual que yo, solían pasar mucho tiempo en el Edén. No recordaba muybien por qué, pero una mañana vi a mi padre caminando muy afligido. Alpreguntarle por mis primos se limitó a dejar que una lágrima, larga como el Nilo,recorriera su rostro “He tenido que pedirles que no volvieran nunca. Me handesobedecido y casi les cuesta la vida. Ellos creen que lo mío es castigo…ojalá logren entender… ojalá algún día lo hagan”. Temía siempre disgustar a mipadre y que me prohibiera – como por algún motivo había hecho con mis primos –visitar ese jardín. Por eso, me urgía volver a tiempo, para evitar que supreocupación se tornara en enojo.
Justamente, me encontraba a puntode volver sobre mis pasos cuando vi en el horizonte una pequeña colina y, sobreella, el árbol más hermoso que jamás hubiera visto. Todo mi cuerpo temblaba deplacer frente a la idea de abrazar aquel tronco. De hecho, corrí rabioso comouna bestia del bosque hasta enlazarme con aquella hermosa especie cuya cortezaacariciaba enérgicamente mi rostro provocando que mi ya entrecortadarespiración se agitara aún más.
Sucedió lo más extraño: se meocurrió que ya no importaba tanto si el centinela cerraba las puertas y medejaba dentro del jardín aquella noche. Comencé a pensar que ese jardín podríaser mi hogar, a pensar en mis delirios que podría vivir eternamente, sin miedoa la muerte, sin miedo a la enfermedad, libre como el viento. Convencido en milocura de todo esto, me arranqué mis prendas y abracé con mayor locura aúnárbol.
Con la facilidad digna de unfelino me trepé a la copa de aquel árbol escondido y me enredé entre sufollaje. Esas hojas eran como un océano de manos frotándome. Ese viento eracomo una voz susurrándome los deleites más prohibidos. Esas ramas eran comobrazos sosteniéndome en las alturas. Las florecillas colgantes me embriagabancon su néctar y el tímido fruto penetraba el umbral de mis labios una y otravez en un beso estelar.
Tan envuelto estaba yo en mideleite que no supe ver que en aquella orgía de mis sentidos se había perdidomi razón. Muchas veces me había advertido mi padre que evitara salirme de loscaminos de piedra con los que él mismo había trazado el mapa del jardín. Susargumentos, nunca me habían resultado claros. De hecho, pensándome incapaz detoda desobediencia,  nunca me habíatomado el trabajo de atender a sus insistentes y aparentemente innecesariasindicaciones.
Salido completamente de mí,reducido a una animalidad inusitada, tan descomunal era mi desenfreno que hastalas bestias más indecentes hubieran sido capaces de ruborizarse frente a aquelespectáculo de excesos. Recuerdo con pudor cómo las miles de estrellasdecidieron aquella noche mirar hacia otro lado.
Cuando creía que ya no había másencantos escondidos en aquel lujurioso rincón del jardín, pude ver como deentre el follaje emergía la criatura más bella jamás conocida. Sus ojos erandos zafiros altivos, su piel fresca y lisa como la seda, su cuello largo ydistinguido; su sonrisa, mi perdición. No era capaz de entender cómo habíallegado allí. El jardín estaba vedado para todos los que no fueran hijos de mipadre y no se solía ver extranjeros viajando de noche.
Intenté explicarle que no podíaestar allí… intenté preguntarle si estaba perdida, explicarle que si necesitabaayuda yo estaría encantado de tenderle mi mano… quería preguntarle su nombre,decirle cómo me llamaba yo, saber más de ella. Muy a pesar de que estos motivosgeneraban en mi mente numerosas frases de elocuencia, ninguna de ellas lograbaarticularse en mi balbuceante boca. Su imagen toda me había capturado.
Fue amor a primera vista. Lo supeallí mismo (eso pensé). Se abalanzó sobre mí del mismo modo en el que yo mehabía arrojado sobre aquel árbol de placeres y misterios. Su cuerpo seentrelazó con mi desnudez. Ya no sólo no podía hablar, sino que además nosentía que pudiera respirar.
Estaba a punto de besarme con esasilenciosa y delgada desconocida cuando la luz de las linternas y el ruido de ramitasquebrándose en el suelo me devolvieron el discernimiento.
Ese fue el momento más vergonzosode mi vida: ver a mi padre acompañado de todos los empleados del jardín abrirsepaso entre los árboles para hallarme allí, a punto de pasar al acto con alguienque acababa de conocer. También fue, a la vez, el momento más terrible y mássiniestro de mi existencia: bastó con que girara mi cabeza para descubrir queesa figura de encantos no era sino una bestia descomunal que se disponía a arrebatarmela vida.
Tan diestro era mi padre entantas artes que logró al instante atravesar con una flecha a la bestia quemuerta de un solo golpe se desvaneció en la oscuridad.
Esa noche descubrí que aquellabestia era lo que mis primos llamaban “נחש”.Una bestia nefasta que se había escabullido en el jardín de mi padre en elmomento preciso de su creación y que vivía acechando a los hombres descuidados.
Mi inocencia se perdió parasiempre: aquella fruta irresistible había sido mi tentación y por ella casimuero. Mi padre, afligido al ver que la historia se repetía, hizo oídos sordosa toda la familia que insistía en que ahora que la bestia había muerto nohabría qué temer.
Mi padre, quizá por elenternecimiento que la ancianidad había surtido en él que se conjugaba con eltemor a lastimarnos, decidió ese mismo día abandonar el Edén. Dimos un últimopaseo juntos y, una vez se hubo asegurado de que todos sus ángeles seencontraban ya fuera, cerró con aquella enorme llave de oro las puertas que se constituíanen la única vía de acceso a aquel paraíso amurallado. Mi padre guardó porsiglos esa llave bajo su almohada hasta que una noche en la que él mismo estuvoa punto de ceder a la tentación decidió deshacerse de ella para evitar que seconcretara su deseo de reabrir aquella morada ancestral que formaba parte del oscuropasado familiar. Decidió arrojar en el abismo más profundo y más oscuro lallave, lejos de sus ojos y de todo ser viviente o potestad. Y, que yo sepa, enesa hendija escondida en los pliegues del universo permanece aún.
Ahora, en la madurez de mi vida,vuelvo a pasar por las puertas oxidadas de las ruinas del Edén y veo entre losbarrotes todo lo perdido. Luego recuerdo: no sólo han quedado allí dentromaravillas imposibles de describir, sino también los horrores más indeciblesque, gracias a Dios, los hombres jamás habrán de conocer.
A veces debemos renunciar alsuelo de nuestros paraísos para ganarnos nuestro cielo y, aunque siempre nosveamos tentados a volver a aquel lugar que nos lastima pero que, a la vez, nosexcita y nos hace sentir cómodos, debemos recordar que hemos de sernos fieles anosotros mismos. Es hora de salir en busca de nuevos caminos y de nuevosjardines, de nuevos Adanes y de nuevas Evas. Es tiempo de dejar de culpar a laserpiente y de cuidarse de la fruta que produce embriaguez.-


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